jueves, 1 de mayo de 2008

LOS CELOS, LA ADMIRACIÓN y POCHOLO

Pocholo en Ibiza, 2006, foto real


Decía Pocholo Martínez Bordiu en Tómbola que " una relación va bien mientras te hace crecer" .

En efecto, si te sientes más seguro, más atractivo, con más fuerza para afrontar retos o dificultades y más alegre, va estupendamente. Si, al contrario, te costriñe, te oprime, te da inseguridad, falta de confianza en ti mismo, te apetecen hacer menos cosas, ya sea juntos o por separado, no realizas determinadas actuaciones por miedo, entonces va mal, rematadamente mal.

La felicidad es ancha, expansiva, mientras que la tristeza es estrecha. La alegría anima a mantener la acción, la tristeza al retiro.

Aquí entran en acción los celos. “Nunca los celos, a lo que imagino“, escribe Cervantes en La Gitanilla, de las Novelas Ejemplares, “dejan el entendimiento libre para que pueda juzgar las cosas como ellas son: siempre miran los celosos con antojos de allende, que hacen las cosas pequeñas grandes, los enanos gigantes y las sospechas verdades.“

Hay en los celos un complejo entramado de sentimientos: la desconfianza hacia la persona querida, el malestar provocado por el supuesto éxito del rival, el temor de perder o tener que compartir una posesión.

Los celos no nos cuentan una historia de amor, sino de posesión e inseguridad. Para el psiquiatra Carlos Castilla del Pino - en su libro Celos, locura, muerte - todo celoso es inseguro en uno o varios parámetros de su identidad. Esta inseguridad es resultado de una imagen depreciada de sí mismo; inseguridad respecto de la posibilidad del logro del objeto eróticamente deseado y, si ha sido éste el caso, de la posibilidad de retenerlo.

A la inversa, yo subrayo la importancia de lo que llamo la admiración moral en la pareja. La admiración moral en una relación es el sentimiento de alegría que brota a la vista de alguna excelencia moral del otro y suscita en el que contempla el deseo de emularla. Un mal entendido igualitarismo está a punto de convertirnos en mediocres. Frases como «Nadie es más que nadie», «Todos somos iguales», «Yo no tengo por qué admirar a nadie», son muestra de bajeza y triunfo de la mezquindad. ¡Qué difícil nos resulta aplaudir! El cinismo, la desconfianza, la sospecha, tienen un prestigio que no merecen. Necesitamos reconocer la distinción, la bondad, el talento y la grandeza moral.

No todo vale lo mismo. No todos nos comportamos igual. Creerlo supone un daño. Los malos modos, los malos sentimientos, los malos proyectos, envilecen la convivencia. De ahí la necesidad de recuperar la admiración por la bondad. Hay que alejarse de la zafiedad porque produce adicción.

Encontrar a una persona que encarne algunos de esos valores nos da fuerza y si está a tu lado, el ejemplo de excelencia es un acicate que también nos hace crecer.

Al contrario del concepto de la moral que sigue a Kant, la admiración nos enfrenta con la posibilidad de superarnos. Nos vemos libres y capaz de ser mejores. Si se pierde de vista esa admiración, la persona queda reducida a mirase el ombligo. En este sentido, el carácter ejemplificador del buen comportamiento (la virtud moral) sirve de acicate para, por la emulación, superarse a uno mismo y acercarse a la excelencia.