Vivimos en una época en que se oye la opinión disparatada de que todas las opiniones son respetables. Si algo les pasa a las opiniones es que no son todas respetables. Si todos hubiéramos creído que todas las opiniones son respetables no hubiéramos descendido todavía del árbol.
Las personas si que son respetables, sean cuales fueren sus opiniones, pero no todas las opiniones son respetables. Una persona que dice que dos y dos son cinco, no puede ser encarcelada, no puede tomarse ninguna represalia contra ella, pero lo que es evidente es que la idea de que dos y dos son cinco no es tan respetable como la idea de que dos y dos son cuatro.
La mitificación de la opinión propia lleva a considerarla como algo que se sustrae de la discusión, en lugar de algo que se pone sobre la mesa, algo que tenemos que discutir –discutere en latín es ver si un árbol tiene raíces, si las cosas tienen raíces–, ver si está enraizada en algo. Cuando se propone una opinión, no se propone como quien se acoraza, no se supone que todas las opiniones son igualmente válidas, sino que están abiertas a contrastarse con pruebas y datos. Si no, no son opiniones, son dogmas.
La idea de que todas las opiniones valen lo mismo, de que la opinión del alumno de infantil vale lo mismo en cuestiones matemáticas que la del profesor de aritmética, no es verdad. Y la idea de que es un signo de democracia o de libertad que cualquier idea vale lo mismo que cualquier otra y que da lo mismo que quien la sostiene ignore los mecanismos del asunto, no pueda aportar ninguna prueba, no tenga datos, sea incapaz de razonar su postura, vale lo mismo que la opinión de quien conoce el asunto, es preocupante.
Sin embargo, hay una mitificación de la opinión como esa especie de encastillamiento del que se siente ofendido cuando es contrariado, como si las opiniones se pudieran herir. La idea de que las opiniones forman cuerpo con nosotros, y que el decir “es mi opinión” da un grado de razón superior al de la opinión del vecino y se considere como un signo de liberalidad intelectual, cuando la única liberalidad que existe es reconocer que las opiniones deben estar fundadas en la razón y que nadie tiene derecho a exponer sus opiniones si no tiene razones para justificarlas. La postura auténticamente libre, abierta y democrática es sostener que es la razón la que vale y que las opiniones deben someterse a ella, y no que son las opiniones las que por sí mismas, por tener una persona detrás, se convierten en inviolables porque la persona es.
Ver las razones de otros forma parte de la racionalidad. Aceptar haber sido persuadido por razones suele estar muy mal visto, como si dar muestras de racionalidad fuera algo muy malo, cuando en realidad el hecho de cambiar de opinión demuestra que les sigue funcionando la razón. El mundo esta lleno de personas que se enorgullecen de pensar lo mismo que pensaban a los 18 años; probablemente no pensaban nada ni ahora ni a los 18 años, y gracias a eso se mantienen invulnerables a todo tipo de argumentaciones y razonamientos.
Las personas si que son respetables, sean cuales fueren sus opiniones, pero no todas las opiniones son respetables. Una persona que dice que dos y dos son cinco, no puede ser encarcelada, no puede tomarse ninguna represalia contra ella, pero lo que es evidente es que la idea de que dos y dos son cinco no es tan respetable como la idea de que dos y dos son cuatro.
La mitificación de la opinión propia lleva a considerarla como algo que se sustrae de la discusión, en lugar de algo que se pone sobre la mesa, algo que tenemos que discutir –discutere en latín es ver si un árbol tiene raíces, si las cosas tienen raíces–, ver si está enraizada en algo. Cuando se propone una opinión, no se propone como quien se acoraza, no se supone que todas las opiniones son igualmente válidas, sino que están abiertas a contrastarse con pruebas y datos. Si no, no son opiniones, son dogmas.
La idea de que todas las opiniones valen lo mismo, de que la opinión del alumno de infantil vale lo mismo en cuestiones matemáticas que la del profesor de aritmética, no es verdad. Y la idea de que es un signo de democracia o de libertad que cualquier idea vale lo mismo que cualquier otra y que da lo mismo que quien la sostiene ignore los mecanismos del asunto, no pueda aportar ninguna prueba, no tenga datos, sea incapaz de razonar su postura, vale lo mismo que la opinión de quien conoce el asunto, es preocupante.
Sin embargo, hay una mitificación de la opinión como esa especie de encastillamiento del que se siente ofendido cuando es contrariado, como si las opiniones se pudieran herir. La idea de que las opiniones forman cuerpo con nosotros, y que el decir “es mi opinión” da un grado de razón superior al de la opinión del vecino y se considere como un signo de liberalidad intelectual, cuando la única liberalidad que existe es reconocer que las opiniones deben estar fundadas en la razón y que nadie tiene derecho a exponer sus opiniones si no tiene razones para justificarlas. La postura auténticamente libre, abierta y democrática es sostener que es la razón la que vale y que las opiniones deben someterse a ella, y no que son las opiniones las que por sí mismas, por tener una persona detrás, se convierten en inviolables porque la persona es.
Ver las razones de otros forma parte de la racionalidad. Aceptar haber sido persuadido por razones suele estar muy mal visto, como si dar muestras de racionalidad fuera algo muy malo, cuando en realidad el hecho de cambiar de opinión demuestra que les sigue funcionando la razón. El mundo esta lleno de personas que se enorgullecen de pensar lo mismo que pensaban a los 18 años; probablemente no pensaban nada ni ahora ni a los 18 años, y gracias a eso se mantienen invulnerables a todo tipo de argumentaciones y razonamientos.