viernes, 24 de octubre de 2008

Lord Byron escondía algo.


Fue el primer escritor auténticamente venerado por las masas, el equivalente literario a lo que hoy sería una estrella del rock and roll. George Gordon Byron sólo tenía 24 años cuando el libro La peregrinación de Childe Harold lo convirtió en una auténtica celebridad.

"Una mañana me levanté siendo famoso" resumiría el propio Lord Byron al referirse a la velocidad con la que alcanzó notoriedad. Tal era su fama que el día de 1814 en el que se puso a la venta en Inglaterra El corsario la gente se dio de bofetadas para hacerse con la obra, vendiéndose en una sola jornada nada menos que 10.000 ejemplares.

La fama literaria de Byron siempre se vio alimentada por el carisma personal del escritor. Su ingenio, su encanto, su belleza física y su origen aristocrático, unidos a su inteligencia y a su alocada vida sexual, contribuyeron a hacer de él una estrella. «No le mires a los ojos», ordenaban las madres a sus hijas, en la creencia de que una sola mirada del poeta bastaría para empujarlas a la perdición.

Sin embargo, tras la leyenda de seductor irresistible que el propio Byron siempre se encargó de fomentar (se jactaba, por ejemplo, de haber tenido al menos 200 amantes en los dos años que vivió en Venecia entre 1817 y 1819) se escondían los denodados esfuerzos de un hombre por ocultarle al mundo su naturaleza homosexual.
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Pero Fiona MacCarthy, autora de Byron: Vida y Leyenda sostiene que aunque Byron realmente se divertía conquistando mujeres, su verdadera naturaleza le hacía sentirse atraído hacia los jovencitos.

En opinión de esta estudiosa, Byron utilizaba sus aventuras sexuales con mujeres para ocultarse a sí mismo y a los demás sus inclinaciones exclusivamente homosexuales. Fiona quita importancia al affaire que durante cinco largos años mantuvo el poeta con la condesa italiana Teresa Guiccioli, a la relación incestuosa que protagonizó con su media hermana Augusta, al romance con Lady Caroline Lamb

Los anhelos sexuales del escritor siempre se dirigieron hacia personas de su mismo sexo. Desde un jovencito de 15 años que cantaba en el coro de la Universidad de Cambridge, de quien Byron se enamoró (parece que castamente) mientras estudiaba allí, hasta el chico griego del que cayó prendado durante los últimos meses de su vida sin llegar a ser correspondido.

De hecho, MacCarthy está convencida de que el motivo por el que en 1816 Lord Byron abandonó Inglaterra, para no volver jamás, fue por miedo a ser condenado por su homosexualidad. En aquel tiempo, la sodomía era un delito que se castigaba con la pena capital.


Lord Byron fue uno de los primeros autores en darse cuenta de la enorme importancia que, incluso para un escritor, tiene su imagen. Y, desde muy joven, se desveló como un experto manipulador de su propia apariencia. Sabía todos los trucos para sacarle el mejor partido a su figura y a su aspecto lánguido y a sus rizos negros.

Ya en 1807, a la edad de 19 años, se empeñó en utilizar uno de sus retratos para promocionar Horas de ocio, su primer volumen de poemas distribuido comercialmente.

Es posible que la obsesión que Byron demostró siempre por su físico fuera en parte resultado de la malformación en el pie derecho con la que nació. El caso es que el poeta siempre se esforzó por controlar las representaciones que en su tiempo se hicieron de él para consumo de sus fans.
Al menos 40 retratos distintos de Lord Byron se realizaron en vida del poeta.

Cuando Lord Byron estaba escribiendo su célebre poema Don Juan, dedicado a la figura del di, libertino, había cumplido ya los 30 años. Era, para su época, un hombre en el umbral de la vejez. Además, su aspecto era lamentable: había engordado, se estaba quedando calvo, la cojera era más acentuada que nunca y él mismo se consideraba físicamente acabado. No obstante, en Venecia perseguía a toda hembra y tras poseerla se dedicaba a divulgar por toda la ciudad los caracteres de su conquista.

Entonces conoció a Teresa Guiccioli, condesita de 19 años destacadamente tonta, según todos los biógrafos, de una vanidad y una testarudez enormes, pero agraciada en el físico. A los ojos de Byron tenía un atractivo peculiar: estaba casada con el conde Guiccioli, tipo riquísimo, sin escrúpulos, enemigo del Papa y con un robusto físico de 60 años. La joya del viejo conde era una presa irresistible. Sería la última.

La historia de Lord Byron y Teresa no tiene nada de romántico, aunque los personajes se empeñaran en creerlo. El marido se dejó poner los cuernos porque el dinero y los contactos de Byron le gustaban más que su esposa. A la niña le chiflaba que la vieran con el célebre lord a sus pies. Los burgueses de Ravena y de Venecia se morían de risa. De modo que fue el pobre Byron quien hubo de poner sensatez en aquella historia, el que limitara la codicia del marido, el que mantuviera una actitud convencional y prudente para evitar las maledicencias, y quien, tras producirse la separación, propusiera el matrimonio.

Quizá asqueado por el papelón, Byron no tuvo más remedio que convertirse en un héroe. Salió huyendo de la condesa hacia el Egeo para ayudar en su lucha por la independencia a los nacionalistas griegos (que le robaron ipso facto), y al poco murió decentemente en Missolonghi. De enfermedad.