Anverso y reverso del retrato de Ginevra de Benci. Debajo.
"Mucho más que objetivos, lo que se necesita para vivir es un semblante”, escribió Elías Canetti. Detrás de cada cara hay un secreto, una historia que desconocemos y que necesitamos conocer cuando la contemplamos en un cuadro. No es algo que tenga que ver con la belleza, sino con el misterio.
Que la pintura hable es algo que sólo han conseguido los grandes genios como Leonardo. El retrato de Ginevra de Benci también esconde de ese misterio. Hay algo en su rostro que inquieta. Tal vez su impavidez, la expresión seca, el aire fantasmal.
Era una mujer joven, ingeniosa, bella y rica, pero con mala suerte. Su familia pertenecía al círculo florentino de los elegidos que frecuentaban el palacio de los Médicis y de niña creció en el ambiente del neoplatonismo y de las veladas literarias amenizadas por el poeta Poliziano y el filósofo Marsilio Ficino. De madrugada, a la luz de las antorchas jóvenes de cabello largo recitaban poemas en la terraza de la villa Bruscoli hasta el alba.
Sin embargo, a la bella Ginevra no la casaron con ninguno de aquellos poetas, sino con un comerciante de paños cuando aún no había cumplido los 16 años, Luigi Bernardini di Lapo Nicolini. Matrimonio desgraciado por los problemas financieros de su marido, y por problemas de salud de ella.
Durante mucho tiempo se pensó que el cuadro que le pintó Leonardo era un retrato de boda encargado por su marido. Pero hace poco se descubrió que el encargo procedió de un diplomático llamado Bernardo Bembo, que llegó a Florencia como embajador en 1475. Existe un emblema al dorso de la tabla del retrato, que consiste en una rama de laurel cruzada con una rama de palmera. Ambas encierran un lema en latín: Virtutem Forma Decorat, que quiere decir, La Belleza es el ornamento de la Virtud. Este emblema se corresponde con la heráldica de Bernardo Bembo.
Era un hombre de 40 años con esposa e hijo, que se enamoró perdidamente de esta muchacha. Tenían un lenguaje en clave para entenderse con violetas que la joven Ginevra dejaba caer deliberadamente de su seno mientras atravesaba la plaza de la Signoria. Durante cinco años vivieron un idilio secreto parece que más platónico que consumado y que acabó de forma abrupta cuando el brillante diplomático tuvo que abandonar Florencia, requerido por otras misiones de su cargo.
El mismo día de su partida, Ginevra se retiró al campo y desapareció del mundo. Lo único que ha quedado de ella es el cuadro de Leonardo y un solo verso inmortal escrito de su puño y letra: “Pido clemencia; soy un tigre salvaje”. Hay que contemplar su retrato bajo estas palabras.
Los pintores del Quattrocento sabían que no hay nada más profundo que la piel del rostro, y a menudo buscaban en ella la manifestación de un destino. Dice el escritor John Berger que uno mira siempre las pinturas con la esperanza de descubrir un secreto. “No un secreto sobre el arte, sino sobre la vida. Y si lo descubre, seguirá siendo un secreto, porque, después de todo, no se puede traducir a palabras”.
Unos años más tarde, ya en Milán al servicio de Ludovico Sforza, pinta el conocido como Retrato de la Dama del Armiño; retrata en él a la amante de Ludovico Sforza, Cecilia Gallerani. Leonardo la conoció en el castillo de Ludovico donde ambos vivían ya que Leonardo era el maestro de ceremonias del llamado El Moro. Cecilia era muy joven y bella y apreciada por su talento, pues interpretaba música y escribía poesía.
No era la única amante de Ludovico, por entonces casado. Ya se sabe que hay que seguir la tradición, de ahí Berlusconi. Lo malo es que éste en vez de proteger a genios como Leonardo, apradina a las Mama Chicho.