sábado, 24 de enero de 2009

Casanova en nuestra tierra

Giacomo Casanova llega a España desde San Juan de Luz. Tiene 42 años y acaba de ser expulsado de Francia por el rey Luis XV mediante una carta de destierro sin juicio alguno, un método por el que se expulsaba a personas indeseables, generalmente a petición de familias ofendidas.

En la parte de su obra, Memorias o Historia de mi vida, así se titula, dedicada a España aparecen dos mujeres que van a gobernar el corazón del autor durante su estancia en estas tierras; Nina Bergonzi, en Valencia, y doña Ignacia, en Madrid.


Al contrario de lo que pudiera pensarse Casanova no es un mujeriego despreciativo al estilo tenorio, sino un verdadero amante, es decir, alguien que siente en sus venas la pasión del amor. El amor le obnubila y le hace cometer lo que para el resto del mundo no son más que desmanes, pero que para un hombre apasionado como él constituyen actos consecuentes con su naturaleza.Todo por amor, hasta la vida. Ésa es su consigna; Casanova no se aprovecha de las mujeres a las que ama, al contrario, se vuelca en ellas, las seduce, las adora, las respeta y cuando la llama de la pasión ha concluido sigue vinculado a ellas por una indestructible amistad. Casanova triunfa en un mundo de moralidad pacata, llena de prejuicios, analfabeta y pazguata a más no poder. El viaje de Casanova por la vida lo es a fondo, sin remilgos. Para él la mayor evidencia de estar vivo es amar.


Giovanni Giacomo Casanova

Casanova conoce a doña Ignacia el día de San Antón oyendo misa en una iglesia de la calle de Fuencarral. Acababa de llegar a Madrid donde había visto bailar del fandango, un baile que inflamaba el alma, y quería bailarlo sin tardanza. Los movimientos del hombre expresaban, según decían, el amor consumado, los de la mujer, el arrebato y el éxtasis del placer. Aunque prohibido por la Inquisición, en ocasiones especiales y previo permiso del conde de Aranda, solía bailarse en el teatro. Buscaba Casanova pareja de baile y fue a encontrarla aquella mañana en la iglesia de la Soledad. Al verla apartarse del confesonario, guapa, mirando al suelo, de inmediato quedó encaprichado. Casanova reconoce que no tenía aspecto ni de rica, ni de noble, ni de buscona, pero supuso que debía bailar el fandango como un ángel, que era lo que a él le interesaba. La anunciada lascivia del fandango le había trastornado por completo. En su opinión ninguna mujer podía negar nada a un hombre con el que hubiera bailado el fandango, y él quería estrenarse en el teatro de los Caños del Peral.


Casanova aguardó a que terminara la misa y siguió a la joven hasta su casa en la calle del Desengaño. era hija de un zapatero de esa calle.Tras identificar el lugar en que vivía esperó en la calle media hora y llamó a la puerta. ¿Quién es? Gente de paz, responde. Casanova explica al padre de la muchacha que es extranjero y que desea llevar a su hija de pareja para el baile del día siguiente en el teatro de los Caños del Peral. Todos se quedan anonadados. El padre le pregunta a la muchacha que si ha visto alguna vez a ese hombre y ella niega con la cabeza, pero no sin fascinarse con la hermosura de aquel galán, alto y apuesto como pocos en Madrid. Casanova asegura que sus intenciones son honestas y promete devolver a la muchacha sana y salva una vez acabado el baile. Deja a continuación una tarjeta con su dirección y dice que esperará allí respuesta. No tardan demasiado en enviarle la aquiescencia a condición de que la madre de la chica les acompañe. Bailan pues, se inflaman las pasiones y a partir de ahí surge un idilio turbulento en el que la muchacha sucumbe pese a su rígida moral. Maravilla leer en las palabras de Casanova la inocencia de las contradicciones de aquella mujer, deseosa por un lado de entregarse en cuerpo y alma y remisa por otro debido a su rigidez de conducta y a los dictados de la religión. El ultimátum de Casanova es prodigioso: "No he venido a vuestra casa ni para atormentaos ni para ser un mártir. Sabed que no quiero que nos condenemos por simples deseos". Doña Ignacia mantiene su ardor con avances y retrocesos muy parecidos a los del fandango, y sólo cede a sus embates definitivos el martes de carnaval, fecha en la que es de buen tono pecar, pues el arrepentimiento está cerca y el conde de Aranda, el liberal ministro de Carlos III, ha autorizado el fandango a discreción.


Llegado el miércoles de ceniza, Casanova se despedirá de doña Ignacia y proseguirá sus rutinarias intrigas en la corte. Denunciado por un criado infiel por posesión de armas, el veneciano sufrirá penitencia cuaresmal en las prisiones de la villa, que abandonará días más tarde, solitario y cubierto de deudas.


Casanova prosigue su viaje por España y llega hasta Valencia y conoce a Nina, la amante del capitán general de Barcelona, el conde de Ricla. Le sorprende la belleza de aquella mujer a quien no tarda ni un segundo en saludar: Nina es una ninfómana voluptuosa que se encapricha de Casanova y le invita a frecuentar su casa. Está desterrada en Valencia a causa de las presiones del obispo de Barcelona, a quien le escandaliza su relación con el capitán general. Casanova queda prendado del desparpajo de su nueva amante, de su belleza, de su impudicia, de su fogosidad. Tras unos cuantos días de amores viaja con ella a Barcelona donde la sigue frecuentando pese a las advertencias del conde de Ricla, hombre poderoso, primo del conde de Aranda y futuro ministro de la guerra.


Y pasó lo que tenía que pasar, que seguramente por mor de todo eso tuvo un encarcelamiento barcelonés. En la Historia de mi vida el lugar de encierro permanece confuso. Casanova cita con exactitud la posada en la que se alojó, la fonda Santa María, en el actual barrio de la Ribera, el palacio de la Capitanía General o el teatro Principal. En el momento de su detención, en cambio, las descripciones se difuminan. Al principio, durante poco tiempo, es recluido en lo que llama "la ciudadela" y después, a lo largo de 40 días, en una torre perteneciente a una "construcción militar". Esta última cita es la que seguramente ha dado pie a la posibilidad de que se tratara de Montjuïc.


El motivo de la detención de Giacomo Casanova en Barcelona queda semioculto en una niebla que domina las enteras memorias del gran hedonista. Aunque lo adivinamos. A Casanova le gusta envolverse de un halo de secreto. El lector no sabe muy bien si el héroe de la historia -el autor mismo- va a parar a la lóbrega cárcel por ser espía, por ser simplemente sospechoso en cuanto a extranjero, por un error burocrático cometido en Madrid o por ser el amante de la oscura actriz Nina, que, a su vez, era la amante del referido capitán general, al que sarcásticamente los barceloneses y Casanova mismo llaman "el virrey". El autor da a entender que es un cúmulo de circunstancias lo que determina su destino.


Por lo demás, los comentarios de Casanova son siempre jugosos y en las situaciones más adversas sale a relucir su capacidad para la ironía y el placer. Aun limitado de movimientos, se las ingenia para comer y beber bien, para cortejar a las mujeres que en su opinión el puritanismo hace más propensas y para escribir un libro, Refutación de la historia del gobierno de Venecia... El mejor momento literario corresponde a la súbita aparición, como vigilante en la torre, de un italiano llamado Tadini, un curandero al que Casanova había conocido en Varsovia haciéndose pasar por un oculista inventor de una técnica infalible para la curación de las cataratas. El pobre Tadini, tras recorrer media Europa, se había enrolado en el ejército español y, de oculista, había pasado a ser carcelero de su viejo conocido veneciano. En la Historia de mi vida abundan los reencuentros de este tipo, de manera que el azar acaba transformándose en la araña que teje la tela de una existencia.


Antes de llegar a Barcelona, desde la que retornará a Francia, Giacomo Casanova da unas certeras pinceladas del carácter español de la época. Acostumbrado al cosmopolitismo de Venecia o París, las ciudades españolas, con Madrid a la cabeza, le parecen extremadamente provincianas. Queda asombrado por el poder cotidiano de la religión a pesar de que ya se han producido hechos como la expulsión de los jesuitas, y tiene páginas sobre el laberinto burocrático que rodea a los españoles. En opinión de Casanova la causa del retraso de España no es otro que la opacidad, la desidia y una innata tendencia a la crueldad.


Excelente, a este respecto, la rememoración de una corrida de toros en Madrid. Casanova rinde homenaje a la valentía de los toreros, casi indefensos frente a la furia de los toros, pero se horroriza ante la impasibilidad de los espectadores cuando los caballos, inevitablemente heridos de muerte, van perdiendo los sanguinolentos intestinos en su lenta agonía por la arena.