martes, 27 de enero de 2009

Casanova en nuestra tierra (II)

Como ya sabemos, su periplo arranca en los Pirineos. Recordamos que es expulsado de Francia y, tras cruzar en un coche de caballos por las bien acondicionadas pistas navarras se enfrenta a la más cruda realidad hispana de la época, en la localidad soriana de Ágreda –la de entonces, la de hoy es muy diferente-, de la que dice: “Es un prodigio de fealdad y tristeza. Es un lugar donde el hombre que no tenga un oficio debe volverse loco, atrabiliario, visionario”. Y la parodia antirreligiosa –primera de otras por venir- hace en esta localidad este veneciano al señalar la figura de sor María Ágreda, que allí fue donde “se volvió tan loca que llegó a escribir la vida de la Virgen dictada por Ella”; “los ensueños de esta visionaria estuvieron a punto de hacerme perder el juicio”, agrega.

La experiencia de Casanova en España apenas alcanza unos pocos meses. Suficientes, en todo caso, para hacerse una idea global de nuestro país, de sus dirigentes, de sus necesidades, de su pobreza e incultura general.

Y parece haberse enterado bien, a la luz de los estudios sobre la España del XVIII. Del rey Carlos III dice que es “débil, pesado, terco, fiel en exceso a la religión y muy decidido a morir cien veces antes que manchar su alma con el más pequeño de los pecados mortales”. Expresa su preocupación por la debilidad de un hombre que está poco menos que en manos de su confesor.

De la Inquisición española apunta que su “obra maestra consistía en tener a los cristianos en la ignorancia, en mantener los abusos, la superstición y las mentiras piadosas”.

Precisamente, una noche en una posada, llegando a Madrid, observa con el interés de quien no entiende lo que ve que en la puerta de su aposento el cerrojo está por fuera y no por dentro, como sería natural. Le pregunta a su cochero y éste le habla de la Inquisición y de su derecho de acceder libremente a los alojamientos públicos . “¿De qué puede ser tan curiosa vuestra maldita Santa Inquisición?”, le pregunta Casanova, a lo que aquél contesta: “De todo. De ver si coméis carne un día de vigilia. De ver si en el cuarto hay varias personas de los dos sexos, si las mujeres se acuestan solas o con los hombres, y para saber si las que están acostadas con los hombres son sus mujeres legítimas, y para poder encarcelarlos si los certificados de matrimonio no testifican a su favor. La Santa Inquisición, señor don Giacomo vela continuamente en nuestro país por nuestra salvación eterna”.



Como se aprecia, retrato acertado por la condición objetiva de quien lo cuenta, el extranjero Casanova, de una España de hace 250 años, pocos antes de estallar la Revolución Francesa, que hubiera protagonizado –ironiza- una “revolución” por cosas tan nimias como los pantalones sin portañuela, una tira de tela con que se tapaba la bragueta, cuya ausencia podía conducir a la cárcel, y que era el principal objeto de debate público en el momento en que el veneciano acaba de llegar a España. Desde luego, una preocupación muy alejada de los conceptos Libertad, Igualdad y Fraternidad por los que el país vecino sí se echó a la calle . Una España donde el rapé está prohibido y que le es confiscado a Casanova en la aduana que es, entonces, la Puerta de Alcalá.

Y una curiosidad. En Madrid hace mucho frío –él llega a España en invierno de 1767- y le recomiendan acudir a la Puerta del Sol: “No era una puerta”, relata, “pero se llamaba así porque allí era donde el astro bienhechor, pródigo de sus riquezas, distribuía el calor de sus rayos entre todos los que iban a pasearse por aquel sitio para calentarse”.

En cuanto al Casanova seductor, alusiones a la fealdad de los hombres españoles, pero no en las mujeres, “muy bonitas, que arden en deseos y todas están dispuestas a tender la mano a los manejos que tratan de engañar a cuantos las rodean para espiar sus maquinaciones”.