Si un condenado a muerte sabe que será ejecutado en quince días, su cerebro adquiere una extraordinaria capacidad de concentración. El sexo también concentra maravillosamente la mente y ésta es la razón por la que al hombre civilizado le obsesiona. Le permite saborear cada fracción, cada centímetro, no sólo del acto sexual, sino de la propia vida.
Después el hombre se entristece, hay una bajada de tensión al finalizar el sexo (post coitum triste decían los clásicos ) y no se tarda en volver al estado desconcentrado y desenfocado habitual. La conciencia normal es blanda y su actitud respecto a la realidad, defensiva.
Ésto es lo que Sartre denominó contingencia, la sensación de estar a merced de la suerte. Así unas relaciones sexuales interminables son un intento de escapar de la sensación de contingencia.
Y a esto ayuda que en las condiciones antinaturales de la civilización, el deseo sexual se ve artificialmente incrementado. Los simios en los zoológicos practican constantemente el sexo mientras que en la naturaleza lo tratan con relativa indiferencia.