sábado, 4 de diciembre de 2010

Conocerse a uno mismo


Un dictamen manido dice que el mejor modo de ser feliz es conocerse a sí mismo. Nadie, sin embargo, lo ha conseguido. Se sabe esto o aquello de uno, se toma nota de lo que la pareja o los padres nos atribuyen pero ensamblado todo no se llega a constituir una identidad.

La sentencia de Píndaro, "llega a ser el que eres", incide en la misma imposibilidad. Saber cómo se es o consagrar la vida a lograr la coincidencia entre el propio yo -supuestamente originario-  y su otro yo que  crea la sociedad, constituyen tareas rematadamente  inútiles.

En el breve ensayo Lejos de míClément Rosset se ocupa de destrozar la idea de que, más allá de la identidad social, existe en cada hombre (aunque sea un tanto escondida) una identidad personal. Esa vieja leyenda de que detrás de esa identidad que surge del trato con los demás, y que se considera falsa - una máscara sujeta a diferentes compromisos formada por concesiones y apariencias - hay un reducto donde se aloja la verdad de cada uno, aquello que da sentido a las propias vicisitudes y que llena de intenciones cada acto, cada decisión, cada paso que damos.

Ilustración de Sonia Sanz Escudero
No hay tal cosa, dice Rosset. "Lo que hace las veces de la identidad es pues un puzzle social, que es tan abigarrado como inexistente la imaginaria unidad que debía sostenerlo". Así que la identidad social es la única identidad real. "No estamos hechos más que de piezas añadidas", cuenta Rosset citando a Montaigne. Y pone el ejemplo del queso camembert, diciendo que ese queso podría conocer el sabor de los otros quesos, de poder probarlos, pero que del suyo no tendría nunca ni idea, por muchos mordiscos que se diera.

En otro libro anterior, Lo real y su doble, ensayo sobre la ilusión reflexiona Rosset en idéntico sentido acerca de la negación de la realidad: cuando se impone lo real, recurrimos a la ilusión; terminamos por instalarnos cómodamente en esa ilusión y asimilarnos al doble de nosotros mismos que en verdad no existe.