Año 1837, 172 años atrás, una mañana de febrero sonreía a un  escritor madrileño. Acababa de  recibir una oferta de 40.000 reales por escribir durante un año sus artículos  -los más leídos y cotizados de Madrid- en una prestigiosa revista. Apenas  contaba 28 años, y estaba en lo alto de  la fama. Su nombre, Mariano  José de Larra.
 Tumba de Larra
Aquella mañana de febrero de 1837 Larra vivía en la calle de Santa Clara, 3, el  mismo edificio donde habitaba el entonces ministro de Justicia. Tras peinarse y vestirse con sus mejores levita y chistera,  Mariano José bajó a la calle a dar un paseíto y a visitar luego a su  amigo Ramón de Mesonero Romanos. Larra parecía alegre, pero una atisbo de inquietud se  perfilaba en su  mirada. Al poco acudiría a una cita con su amante, Dolores Armijo, con la que  mantenía un  idilio desde hacía seis años. Ella era la esposa de un conocido abogado, Cambronero. Dolores acudió a la cita con la hermana de su marido y le anunció que había recompuesto su  relación con su esposo, le pidió sus cartas de amor y se despidió de él.
Larra subió a  su casa de Santa Clara, 3, sacó de uno de los cajones de su aparador una pequeña pistola de un solo proyectil, y, frente a un espejo, colocó el cañón  sobre su pecho, apretó el gatillo, disparó y se dio muerte.
Al final de El oficio de vivir de Cesare Pavese , en las últimas anotaciones, en las que está discutiendo consigo mismo y no se decide a suicidarse, en ese momento anota ¡qué vergüenza, cualquier modistilla es capaz de suicidarse sólo porque la deja el novio y yo no soy capaz de hacerlo!.
Para  Pavese, el suicidio no deja de aparecer como una suerte de  heroísmo mítico, cosa que aceptan implícitamente todos aquellos que confiesan  carecer de valor para matarse.
Albert Camus comienza el ensayo El mito de Sísifo afirmando que el suicidio  es "el único problema filosófico verdaderamente serio", y que responder a la  interrogación fundamental de la filosofía equivale a "juzgar si la vida vale o  no vale la pena de ser vivida".
Decía Cioran que la mayoría de los suicidas lo que tienen es un exceso de optimismo. El optimista está convencido de que a él se le debe una cierta dosis de plenitud y cuando no la consigue se siente engañado y decepcionado. Cabe renunciar a seguir, no por resentimiento contra la condición  humana, sino precisamente por haberla sumido plenamente; cabe apuntar a la  muerte propia como expresión de amor a la vida.