El Gueto de Cracovia, 1943
Hitler no estuvo solo. La matanza de seis millones de judíos por parte del régimen nazi fue posible por la extensión en la sociedad alemana de un pensamiento antisemita previo a la llegada de Hitler al poder. Sin la colaboración de cientos de miles de ciudadanos alemanes, el Holocausto no se habría producido; aunque también es cierto que necesitó de la presencia del siniestro personaje que dirigió los destinos de Alemania desde 1933.
La idea de que la masacre fue ejecutada por una minoría fanática, subyugada por Hitler y la tesis de que los alemanes actuaron bajo el miedo o la coacción a la hora de atentar contra los 550.000 judíos que vivían en Alemania en 1933, se pueden descartar.
La tradición antisemita estaba ya profundamente viva en la sociedad alemana de los siglos XVIII y XIX, en los que se habla del Judenfrage (el problema judío), como una cuestión clave para el futuro de la nación. Una amplia corriente intelectual consideraba que sin la expulsión o la eliminación de los judíos la nación germánica no podría prosperar. Lo judío era asimilado a lo ajeno, lo oscuro, lo sucio, lo corrompido. No hay más que acudir al tratamiento de la figura del judío en las óperas de Wagner o a las reflexiones de Nietzsche sobre la moral de los débiles.
En este caldo de cultivo intelectual, germina la noción del Volk, el pueblo, que pasa de unas connotaciones románticas en la obra de Hölderlin, o en Hegel, a adquirir el carácter diferenciador de raza. Volk es lo germánico frente a lo bárbaro, lo nuestro frente a lo otro, lo puro y ario frente a lo extraño.
Esta ideología impregna a toda la sociedad alemana en los duros años 20 de la República de Weimar, una época marcada por la inflación, el paro y la inseguridad. La fundación del Partido Nacional Socialista asume el dogma del antisemitismo y lo lleva a las últimas consecuencias: Adolf Hitler escribe en la cárcel, tras el fallido putsch de Múnich de 1923, sobre el peligro judío y sostiene ya la necesidad de eliminar físicamente a esta minoría de la sociedad alemana, que no representaba ni el 1% de la población en aquellos años.
La llegada al poder de los nazis tras ganar las elecciones de 1933 trajo como consecuencia una virulenta campaña de propaganda e intimidación.
Pero es, a partir de finales de 1941, cuando comienza el gran exterminio de judíos, cuyo brazo ejecutor son las SS comandadas por Himmler y Heydrich. Más de tres millones de judíos -tal vez cuatro- son asesinados en los más de 600 campos de la muerte existentes en Alemania, Polonia y Ucrania.
Tras las tropas rusas que invaden Rusia, van detrás los Einsatzgruppen de las SS, cuya función es aniquilar cualquier vestigio de oposición o judaísmo en la población ocupada. Cientos de miles de personas son ejecutadas en Ucrania y Rusia en el verano de 1941, en una orgía de sangre y venganza.
¿Conocía el pueblo alemán estas brutalidades? No sólo estaban enterados los miembros de las SS o del Ejército, que eran testigos directos, sino los guardianes, los que transportaban a los detenidos a los campos, la maquinaria burocrática y, en suma, millones de ciudadanos que veían las deportaciones y las desapariciones de familias enteras judías.
La distancia media de los campos de internamiento en Alemania se puede calcular en 80 kilómetros. Existían en todas las ciudades medianas y grandes, por lo que es imposible que la gente permaneciera ignorante del destino de los que allí eran conducidos, que nunca volvían a sus hogares.
Seguramente tan injusto es presentar el Holocausto como el resultado de la acción de un grupo de fanáticos, como generalizar la culpa a toda la sociedad alemana. Hitler nunca omitió en sus discursos las referencias a la eliminación de los judíos. Estos fueron perseguidos en público, saqueados y marcados con la estrella de David. Fueron llevados a campos de exterminio y masacrados. Y millones de alemanes miraron para otro sitio. Ellos son quienes mejor pueden responder por qué fue posible esta orgía de sangre y destrucción. En las memorias del intelectual judío alemán Víctor Kempeler que permaneció en su país durante los fatídicos años, se ven también muestras de solidaridad, apoyo y comprensión por parte de muchos alemanes.
El Holocausto es el sumatorio de una iniciativa individual y personal, más otra, más otra, más otra hasta cumplir el atroz número de los individuos, de los hombres y mujeres que de un modo absolutamente voluntario y entusiasta perpetraron el mayor asesinato colectivo que recuerda la historia. Los perpetradores fueron un grupo numeroso (no menos de 100.000 y quizá hasta 500.000); que la mayor parte no pertenecían a las SS ni siquiera al partido nazi, sino que procedían de todos los ámbitos sociales, religiosos, culturales y regionales de Alemania (en conjunto, trazan un perfil bastante completo de la sociedad alemana; gente corriente); y no hay evidencias de que un solo alemán fuera represaliado por negarse a asesinar.
No estaban obligados a matar, y sus superiores les recordaban sinceramente esa libertad de elección que tenían. Pero la mayoría de los que lo hicieron aceptó con gusto la tarea de matar judíos.
Por qué razón un número tan alto de personas escogió matar a los judíos. No podemos asumir que el mecanismo se puso en marcha a una orden de Hitler. La enorme crueldad y brutalidad de los asesinos no obedecía a órdenes superiores, era algo voluntario. A través de los testimonios de víctimas y asesinos, se concluye que esos asesinos voluntarios pensaban que lo que hacían estaba bien. Como dijo uno de ellos, no veían al judío como un ser humano.
El carácter voluntario de la colaboración de los ciudadanos alemanes en el Holocausto se pone de manifiesto en que, durante el nazismo, no faltaron las protestas contra distintos aspectos de la política del Gobierno, pero apenas las hubo contra la persecución a los judíos.
En 1943 fueron arrestados unos judíos casados con ciudadanas alemanas. Sus mujeres organizaron espontáneamente una marcha a la prisión en que estaban encerrados. ¿Qué hizo el régimen, disparó a estas mujeres, las detuvo, las envió a un campo de concentración? Nada de eso; soltó a sus maridos, los cuales sobrevivieron.Es el único caso de protesta conjunta. Si los alemanes hubieran considerado a los judíos como ciudadanos, como iguales, como hermanos, no se habría llegado a lo que se llegó.
Una noche, a mediados de noviembre de 1942, en la Polonia ocupada por el Tercer Reich, el Batallón policial 101, compuesto por alemanes voluntarios de más que mediana edad, y dedicado a la tarea de apalear y asesinar judíos, recibió a uno de los llamados grupos «proveedores de bienestar» para entretener su descanso.
Estos grupos «proveedores de bienestar» amenizaban el ocio de las tropas con música y conferencias. Es decir, estaban integrados por profesionales de la música y de la palabra, esas dos instituciones sagradas del espíritu y la cultura de Occidente y sin las que es imposible entender el humanismo contemporáneo.
Interpretaban a Beethoven y a Schubert y hablaban de lo divino y de lo humano. Eran artistas. Pues bien, según estaban dedicados a su arte para deleite de los hombres del Batallón policial 101, éstos supieron que al día siguiente irían a matar judíos a Lukov. Cuando los artistas se enteraron de tan siniestra inminencia reaccionaron como un solo hombre: todos, sin faltar uno, rogaron del modo más vehemente que les permitieran participar en la matanza. No dudaron un instante ni vacilaron lo más mínimo en abrazar una tarea que nadie les había exigido y que nadie esperaba de ellos. Al día siguiente, aquellos artistas constituyeron la mayoría del grupo ejecutor.
Por ejemplo, en la marcha de la muerte desarrollada entre Helmbrecht y Prachatrice, las unidades de vigilancia recibieron órdenes expresas de no seguir matando judíos, dado que Himmler estaba ya negociando con los altos mandos del ejército americano. Las órdenes de Himmler no se cumplieron.
Si alguno hubiera dicho que no estaba dispuesto a matar -por motivos morales, estéticos o meramente fisiológicos-, nadie le habría obligado a ello. Y, sin embargo, mataron. Caminaban hacia un bosque con su víctima al lado. Y cuando llegaban al bosque la mataban cara a cara, sin dejar de hablar con ella y a una distancia en que lo habitual era que los sesos y las esquirlas de huesos se adhirieran a la ropa del verdugo.
Eran voluntarios que asesinaban de un modo no sólo vocacional. Semejantes verdugos nunca se manifestaban de una manera fríamente distante con respecto a su víctima, como habría hecho un verdugo profesional o el helado funcionario al servicio meramente técnico de una tarea asignada.
El verdugo de los batallones policiales, de los campos de trabajo y de las marchas de la muerte añadía a sus estrictas cualidades de verdugo el calor y la cercanía del entusiasmo derivado de su plena y profunda convicción.
En estas unidades, sus miembros no tenían ningún adiestramiento ideológico especial, como tampoco antecedentes militares, que a menudo eran mayores, alrededor de 35 años por término medio, y padres de familia, no los manejables muchachos de dieciocho años que tanto les gusta a los ejércitos moldear. Además, esas unidades acababan interviniendo en las operaciones de matanza no intencionadamente sino por azar. Al enviar aquellos hombres a matar, el régimen procedía como si cualquier alemán estuviese en condiciones de ser un verdugo de masas.
En cuanto a los campos de trabajo, planteados como la extracción al judío -entre otros- de una contribución al esfuerzo de la guerra, esa extracción nunca se intentó con afán de rentabilidad laboral o económica alguna. El propósito de los campos de trabajo era el de extinguir la vida judía de una manera ejemplar, con la mayor cantidad de sufrimiento posible previa al tiro en la nuca.
En el gueto de Varsovia, por ejemplo, el trabajador forzado polaco tenía asignadas 634 calorías diarias, mientras el judío unicamente consumía trescientas (el soldado alemán gozaba de 2.310 calorías).
El forzado judío arrastraba piedras por el campo o limpiaba el suelo con un cepillo de mano, èse era el trabajo al que se obligaba al forzado judío en un momento en el que las necesidades económicas alemanas eran realmente extraordinarias. En Buchenwald, el trabajo de los judíos consistía en transportar sacos de sal mojada de un lugar a otro. Heydrich había anunciado en enero de 1942 que «los judíos serán reclutados para trabajar... e indudablemente gran número de ellos serán eliminados por el desgaste natural».
En conclusión, cuando el Partido Nazi elevó a categoria política la fantasía cultural del genocidio universal de una raza, era plenamente consciente de que contaba para ello con una masa social dispuesta a semejante aberración. Era la conclusión de una secuencia histórica en la que la agresión al judío representaba un ingrediente natural. Entre 1861 y 1895 se publicaron en Alemania cincuenta escritos de los que 28 pedían una solución a la «cuestión judía», y 19 de éstos exigían «el exterminio físico de los judíos».
Thomas Mann, por ejemplo, no fue ajeno a tan intensa sedimentación antisionista: «Después de todo -afirmó el autor de La montaña mágica- no es una desgracia que se haya puesto fin a la presencia judía en la judicatura».
Al día siguiente de la Noche de los Cristales, un mitin antisionista en Múnich reunió a más de cien mil personas entre las que no abundaban los uniformes, precisamente. «Innumerables enfermedades -dijo Hitler- tienen por causa un solo bacilo: ¡los judíos!».
Acabar con esa peste fue una causa abrazada por gente que leía a Holderlin y se emocionaba con Haydn y mecía a sus hijos en las cunas y cuidaba de que los animales domésticos no padecieran infecciones. Gente que acudía con regularidad a las liturgias de su fe. Gente para la que el exterminio de los judíos -con o sin nazis- era una empresa que causaría tanto alivio como la extinción de todo y cualquier parásito sobre la faz de la tierra.
Estas personas no eran ciudadanos indocumentados y confusos. Tenían un sistema de valores y unos nítidos conceptos del bien y del mal. Cuando mataban a judíos, se retrataban junto a la pila o la fosa de sus víctimas, fechaban la foto, la firmaban y la enviaban a parientes y amigos. Así acreditaban que habían cumplido su deber.
Gente que podría pasar tan desapercibida como tu o como yo, sin ir más lejos.
Basado en las investigaciones de los profesores Daniel Goldhagen y Robert Gellately.