Un europeo del año 1800 vivía como a principios de la era cristiana, no viajaba, si tenía prisa montaba en mulo, si iba en barco dependía del viento y del mar, si labraba miraba con congojo al cielo, las noches eran eternas, así como el invierno, tenía hijos sin límite y así sucesivamente.
Por el contrario, la distancia entre un europeo de 1800 y otro de 1900 es abismal. Entre 1814 y la primera guerra mundial, los europeos cambiamos de planeta.
La mayor diferencia radica en la concepción del trabajo honrado. Para una persona educada y de la buena sociedad del Antiguo Régimen, lo principal y más hermoso, la actividad digna, moralmente excelente, el trabajo fructífero, es la guerra. Los caballeros tenían como principal función en este mundo poner en juego su vida para proteger a los suyos y para divertirse. Fuera o no fuera verdad. La verdad es una entelequia.
“¡Qué bello es empuñar los escudos de tintes rojos y azules, los estandartes, los gonfalones multicolores. Alzar ricas tiendas, reales y pabellones. Romper lanzas, perforar escudos, hender yelmos bruñidos, dar y recibir golpes...”.
Es la alegría de Bertran de Born cuando comienzan las campañas de primavera y verano. Ya terminó el insoportable invierno, el encierro entre piedras húmedas, ya no habrá que soportar las habladurías de la servidumbre, sus peleas, sus líos de alcoba, por fin rompe uno las cadenas de la quejumbrosa familia. En cuanto el sol comienza a calentar, empieza el gran juego: vivir, matar y morir.
“Y me llena de alegría ver la campiña cubierta por caballos y caballeros armados, en orden de combate”.
Muchos ciudadanos actuales se espantan cuando leen cosas de este calibre. No les caben en la cabeza. Es su modo de sentirse superiores a los abuelos, bisabuelos, tatarabuelos, en fin, moralmente por encima de todo el género humano muerto. Hipocresía. Nunca se ha asesinado tanto como en los tiempos modernos.
La guerra era la vida normal de las gentes hasta la Revolución Francesa y el triunfo del poder burgués. Todavía en 1760 el príncipe De Ligne escribía estas curiosas palabras:
“La vida que llevaba en mi querida residencia de Beloeil era razonablemente dichosa, aunque las guerras, los viajes y otros placeres me impidieran residir allí tanto como yo deseara”.
De Ligne afirma que no entendía por qué se detestaba tanto la calamidad de la guerra entre todas bella. El príncipe De Ligne poseía entrañas guerreras, pertenecía al linaje de aquéllos que acatan la sentencia de Palacios Rubios en su Tratado del esfuerzo bélico heroico: «Más vale clara muerte que oscura vida». O las palabras de fray Antonio de Guevara: «Porque es ley entre ellos muy usada, de antes de morir libres, que no vivir cautivos». Para terminar, a finales del siglo XII ya escribía el citado Bertrand de Born: «Mieux vaut mort que vivant vaincu».
Por eso es normal que a finales de la Edad Media -Burckhardt fue uno de los primeros en observarlo- se produjo en Europa un peculiar estado de tristeza o melancolía, ante la aparente destrucción del heroísmo caballeresco. La aparición de las nuevas armas mecánicas, que actuaban a distancia, dejaba en nada el esfuerzo bélico de los caballeros. En España, un erudito de mucha curiosidad intelectual, al que gustaba adentrarse en los temas más modernos, al que nombramos arriba, el doctor Palacios Rubios, escribió el Tratado del esfuerzo bélico heroico en el que se lamenta de las limitaciones que a tal esfuerzo ponían las máquinas de matar, movidas a distancia por una u otra fuerza, particularmente la de la pólvora.
En el Discurso sobre las armas y las letras, Miguel de Cervantes hace, un siglo después, Don Quijote despotrica con entusiasmo contra las nuevas armas de fuego. Oigamos las palabras de Don Quijote: "Bien hayan aquellos benditos siglos que carecieron de la espantable furia de apuestos endemoniados instrumentos de artillería, a cuyo inventor tengo para mí que en el infierno se le está dando el premio de su diabólica invención, con la cual dio causa que un infame y cobarde brazo quite la vida a un valeroso caballero".