Nacer y morir tal vez sean experiencias muy similares. Y Felipe II, a quienes sus admiradores llamaron Rey Prudente y sus enemigos Demonio del Mediodía, tuvo miedo a ambas.
Tuvo miedo a nacer y el parto se demoró 13 interminables días. Y tuvo miedo a morir y su agonía se convirtió en una padecimiento de 53 jornadas.
Desde 1592 su salud se había deteriorado irremediablemente. La gota se había agudizado, hasta el punto de que ni siquiera podía firmar los documentos que tenía ante sí. Los dolores eran tan intensos que no podía permanecer ni en la cama sin padecerlos. Tampoco había modo de estar sentado, y fue entonces cuando su ayuda de cámara, Jean L’Hermite, ideó un ingenio consistente en una silla articulada que permitía al monarca cambiar de postura.
Siendo consciente de que el tiempo se le escapaba, el rey prefirió morir en su gran proyecto y ordenó su traslado al monasterio de El Escorial.
El mes de junio de 1598 se terminaba cuando salió del alcázar madrileño su comitiva. El 30 de junio partió de Madrid para no regresar. Durante seis días su silla articulad fue transportada por porteadores que se turnaban. Al fin, el día 5 de julio pudo ver las torres de su templo.
Dicen que el insigne pintor barroco del siglo XVII Juan de Valdés Leal se inspiró en El Discurso de la Verdad, escrito por el filántropo Miguel de Mañara, para pintar los dos lienzos tenebrosos que evocan Las Postrimerías de la Vida. En uno de ellos se representa el Triunfo de la Muerte bajo la forma de un esqueleto que porta una guadaña. El personaje se alza sobre todas las cosas de este mundo, desde una tiara papal hasta los libros de los más sabios. “In ictu oculi”, en un abrir y cerrar de ojos, se lee en una leyenda que aparece en la obra, todo se fue.
Este cuadro es posterior a Felipe II y nada tiene que ver con él pero parece inspirado en su muerte.
Fray José de Sigüenza nos dice en su crónica sobre El Escorial que el monarca sufrió el 22 de julio de 1598 calenturas a las que se unió un principio de hidropesía. Se le hincharon vientre, piernas y muslos al tiempo que la sed lo consumía.
Aquella fiebre lo marchitó durante siete días completos, presintiéndose tan a las puertas del infierno que el fraile jerónimo afirma que Felipe se sintió “asado y consumido del fuego maligno”. Apareció encima de la rodilla derecha “una postema de calidad maligna, que fue creciendo y madurando poco a poco con dolores muy fuertes”, escribe Sigüenza. El médico Juan de Vergara abrió con hierro aquel absceso purulento para sangrarlo.
Felipe enseguida se dispuso a confesarse ante fray Diego de Yepes, a quien le pidió que le leyera la pasión según San Mateo. Mandó que trajeran ante sí sus reliquias favoritas, de modo que al pie de su cama, de cuya vera no se movió su hija Isabel Clara Eugenia, se fue formando un espectáculo con “la rodilla entera con el hueso y pellejo del glorioso mártir San Sebastián, un brazo de San Vicente Ferrer, una costilla del obispo Albano" y otros fetiches similares. El atormentando rey besa aquellas reliquias y pide que se las pongan sobre la rodilla herida. Naturalmente, de inmediato siente alivio, de modo que le confeccionan un altar allí mismo, a los pies de su cama, con esos huesos.
Felipe II “mandó hacer muchas y notables limosnas en estos días que duró su enfermedad”, escribe Sigüenza. Y mientras, el rey no pierde de vista sus reliquias, hasta el punto de cuando caía en la inconsciencia su hija solía gritar que nadie las tocase, para que su padre recobrase la conciencia ante el temor de que algún cortesano las cambiase de sitio
“Mandó poner a todos los lados de la cama y por las paredes de su dormitorio crucifijos e imágenes”, leemos en la crónica de Sigüenza. Entre esas imágenes estaban algunos cuadros de un pintor extraño, Hieronimus van Aeken, El Bosco.
¿Por qué ordenó Felipe II que trajeran a El Escorial cuantas obras de El Bosco fuera posible? ¿Qué razón tuvo para consumir sus últimas horas contemplando las aterradoras descripciones del infierno que plasmó en sus obras artista flamenco? Se dice que llegó a tener al menos nueve de ellas, entre las cuales estaban algunos de sus trabajos más representativos .Desde luego, existe el consenso de que la sí tuvo delante en el postrer instante de su existencia fue El Jardín de las Delicias, o al menos una copia de ella.
El Jardín de las Delicias es un famoso tríptico en cuya tabla izquierda aparece la creación de Adán y Eva. Él se muestra absolutamente desnudo, y ello ha llevado a algunos investigadores a plantear la posibilidad de que El Bosco pudiera haber estado vinculado a la corriente herética de los Adamitas. Se trató de una secta cuyo origen algunos fechan en el segundo siglo de nuestra era y que se mostraba a favor de la desnudez del cuerpo y de la práctica del sexo de forma absolutamente libre. Padres de la Iglesia como San Epifanio o San Agustín ya los mencionan.
Para esta secta, el matrimonio era cosa detestable y realizaban sus rituales completamente desnudos. Los hay que hermanan a este grupo con los gnósticos carpocratianos, que también tenían costumbres muy relajadas en lo que al sexo se refiere. Fueron perseguidos con saña, pues nada molesta tanto a la Iglesia como el cuerpo humano que el propio Dios creó, y además a su imagen y semejanza.
En cualquier caso, fuera El Bosco o no adamita, hablemos del resto de esa obra. En la tabla central hay sensualismo a raudales. Un lago repleto de mujeres desnudas es rodeado en romería por una multitud mientras las ilusiones del mundo se representan con sus pinceladas preciosistas.
Finalmente, a la derecha aguarda al infierno. Pero aparte de las torturas y los tormentos, Hieronimus ve en el fondo de su mente instrumentos musicales que sirven para dar escarnio a los pecadores.
¿Adamita? ¿Conocimientos secretos? ¿Quién inspiró a El Bosco? ¿Qué supo de él Felipe II que quiso cruzar al otro lado contemplando los mundos pintados en aquellas tablas?
Durante los 53 días de su agonía parece que el rey mostró terror a morir. Aquellos cuadros de El Bosco aludiendo al infierno, aquella sed suya de oraciones y lecturas…
Temiendo caer en un estado de inconsciencia del que ya no le fuera posible salir, el primer día de septiembre el monarca solicitó la extremaunción. Dice Sigüenza que “mandó a su confesor que le llevase el Manual, libro donde se administran los Santos Sacramentos, y le leyese todo lo que éste tocaba sin dejar letra”. Y para recibir el sacramento esmeró su higiene, de modo que le cortaron las uñas y le lavaron las manos.
Antes de recibir la extremaunción, se confesó. Después, ordenó que estuviera presente su hijo Felipe, “porque veáis en lo que paran las monarquías deste mundo”, le dijo al príncipe.
Aludiendo a su higiene, el sufrimiento físico del rey era atroz, pero aún lo hacía más cruel la imposibilidad de lavarse como a él tanto le gustaba. Felipe II había sido muy meticuloso en su higiene personal, pero ahora que su gloria estaba a punto de apagarse, también eso le fue vedado. Jean L’Hermite describe aquel terrible escenario de este modo:
“Sufría de incontinencia, lo cual, sin ninguna duda, constituía para él uno de los peores tormentos imaginables, teniendo en cuenta que era uno de los hombres más limpios, más ordenados y más pulcros que vio jamás el mundo…No toleraba una sola mancha en las paredes o suelos de sus habitaciones… El mal olor que emanaba de estas llagas era otra fuente de tormento, y ciertamente no la menor, dada su gran pulcritud y aseo”
Impedido, sin poder hacer sus necesidades sino en el propio lecho, se abrió un agujero en la misma cama para que de ese modo pudiera aliviarse. Todos los cronistas mencionan el olor insoportable en medio del cual el rey tuvo que vivir sus últimos días. Una agonía que vivieron los huesos y pellejos de todos aquellos santos mártires que hizo instalar ante su cama. Pero, por encima de todos, había un crucifijo.
Seis años antes, estando en Logroño, el rey ordenó a Juan Ruiz de Velasco que abriese un cajón del escritorio que llevaba consigo. Dentro del cajón había un pequeño crucifijo y unas velas de Nuestra Señora de Montserrat.
También conservaba el rey una disciplina bastante usada. Todas aquellas cosas habían sido de su padre, Carlos V, y le dijo al cortesano que recordara siempre dónde estaban, puesto que un día se las pediría cuando creyera que estaba próxima su muerte. Y ese momento, era evidente, había llegado ahora, de modo que mandó al mismo cortesano que abriera el mismo cajón.
Carlos V había muerto empuñando aquel crucifijo, y Felipe II tenía el mismo propósito. Mandó colgarlo dentro de las cortinas de la cama, “frontero con sus ojos”, a decir de Sigüenza, y pidió que tras su muerte el crucifijo regresase al mismo cajón de donde lo sacaron para que, cuando llegara el momento, también su hijo Felipe (III) lo pudiera tener junto a sí.
Y de este modo, armado de reliquias y de un crucifijo y rodeado de clérigos, Felipe II siguió dando instrucciones para su tránsito. Ordenó entonces hacer su ataúd, y además exigió que se lo trajesen allí mismo. También dispuso que se le fabricase una caja de plomo, y ordenó que una vez muerto lo metieran dentro de ella para evitar los malos olores de la putrefacción.
Cinco años antes, paseando cerca de Lisboa, el rey vio los restos de un barco varado en la arena. El viejo buque se había llamado Cinco llagas. Como si tuviese una premonición, Felipe comprendió que aquella madera debía servir para hacer su última morada. El propio Sigüenza reconoce en su crónica que desconoce el motivo por el cual el monarca tuvo aquella idea, pero lo cierto es que ordenó que se llevaran a El Escorial aquellos maderos, de los cuales también se hizo una cruz para la basílica del monasterio.
Con medio equipaje hecho, el rey aún se resiste a morir. Aguanta las acometidas de la Muerte hasta que el día 11 de septiembre se despide de los suyos. Les ordena perseverar en la fe y muestra su deseo de comulgar de nuevo. Tenía dicho a sus médicos que le informaran de cuándo había llegado su hora, y cuando éstos se lo hicieron saber, solicitó la presencia de confesores y clérigos, incluido el Arzobispo de Toledo, y hubo mucha plática y oración. Y a pesar de todo, dice Sigüenza, él pedía más y más oraciones y discursos.
Hora y media antes de expirar “tuvo un paroxismo tan grande que todos creyeron que había acabado”, de modo que comenzaron los lamentos y los llantos. Pero como en la mejor de las películas de terror, de pronto el supuesto muerto abrió los ojos y asió el viejo crucifijo de Carlos V con una fuerza enorme, ante la estupefacción, y tal vez un susto enorme, de todos los presentes.
Pasó una noche más en medio de inacabables oraciones y mil besos al crucifijo, repitiendo que “moría como católico”.
El alba del día 13 de septiembre, eran las cinco de la madrugada cuando, al fin, “con un pequeño movimiento, dando dos o tres boqueadas, salió aquella santa alma y se fue (…) a gozar del Reino del Soberano”, asegura el cronista Sigüenza. Un día como aquel, pero 14 años atrás, se había puesto la última piedra de la fábrica del monasterio de San Lorenzo de El Escorial, su fortaleza.
Compusieron el cuerpo según las instrucciones que el propio rey había dejado. Lo envolvieron en una sábana sobre camisa limpia que le pusieron a solas don Cristóbal de Mora y don Fernando de Toledo para que nadie viera el terrible estado en el que se encontraba su cuerpo. Esos dos cortesanos fueron los encargados de cumplir una última voluntad del soberano: ataron a su cuello un cordel del que colgaba una vulgar cruz de palo, que fue la única digamos joya que llevó consigo hacia el lugar del que no volvemoa.
Antes de cerrar el féretro, el futuro Felipe III quiso ver por última vez a su padre. Luego, gran número de caballeros sacó el ataúd de la minúscula alcoba real y se formó una comitiva que recorrió los pasillos escurialenses con el muerto a hombros. Se celebró misa, y finalmente lo enterraron.
Tuvo miedo a nacer y el parto se demoró 13 interminables días. Y tuvo miedo a morir y su agonía se convirtió en una padecimiento de 53 jornadas.
Desde 1592 su salud se había deteriorado irremediablemente. La gota se había agudizado, hasta el punto de que ni siquiera podía firmar los documentos que tenía ante sí. Los dolores eran tan intensos que no podía permanecer ni en la cama sin padecerlos. Tampoco había modo de estar sentado, y fue entonces cuando su ayuda de cámara, Jean L’Hermite, ideó un ingenio consistente en una silla articulada que permitía al monarca cambiar de postura.
Siendo consciente de que el tiempo se le escapaba, el rey prefirió morir en su gran proyecto y ordenó su traslado al monasterio de El Escorial.
El mes de junio de 1598 se terminaba cuando salió del alcázar madrileño su comitiva. El 30 de junio partió de Madrid para no regresar. Durante seis días su silla articulad fue transportada por porteadores que se turnaban. Al fin, el día 5 de julio pudo ver las torres de su templo.
Dicen que el insigne pintor barroco del siglo XVII Juan de Valdés Leal se inspiró en El Discurso de la Verdad, escrito por el filántropo Miguel de Mañara, para pintar los dos lienzos tenebrosos que evocan Las Postrimerías de la Vida. En uno de ellos se representa el Triunfo de la Muerte bajo la forma de un esqueleto que porta una guadaña. El personaje se alza sobre todas las cosas de este mundo, desde una tiara papal hasta los libros de los más sabios. “In ictu oculi”, en un abrir y cerrar de ojos, se lee en una leyenda que aparece en la obra, todo se fue.
Este cuadro es posterior a Felipe II y nada tiene que ver con él pero parece inspirado en su muerte.
Fray José de Sigüenza nos dice en su crónica sobre El Escorial que el monarca sufrió el 22 de julio de 1598 calenturas a las que se unió un principio de hidropesía. Se le hincharon vientre, piernas y muslos al tiempo que la sed lo consumía.
Aquella fiebre lo marchitó durante siete días completos, presintiéndose tan a las puertas del infierno que el fraile jerónimo afirma que Felipe se sintió “asado y consumido del fuego maligno”. Apareció encima de la rodilla derecha “una postema de calidad maligna, que fue creciendo y madurando poco a poco con dolores muy fuertes”, escribe Sigüenza. El médico Juan de Vergara abrió con hierro aquel absceso purulento para sangrarlo.
Felipe enseguida se dispuso a confesarse ante fray Diego de Yepes, a quien le pidió que le leyera la pasión según San Mateo. Mandó que trajeran ante sí sus reliquias favoritas, de modo que al pie de su cama, de cuya vera no se movió su hija Isabel Clara Eugenia, se fue formando un espectáculo con “la rodilla entera con el hueso y pellejo del glorioso mártir San Sebastián, un brazo de San Vicente Ferrer, una costilla del obispo Albano" y otros fetiches similares. El atormentando rey besa aquellas reliquias y pide que se las pongan sobre la rodilla herida. Naturalmente, de inmediato siente alivio, de modo que le confeccionan un altar allí mismo, a los pies de su cama, con esos huesos.
Felipe II “mandó hacer muchas y notables limosnas en estos días que duró su enfermedad”, escribe Sigüenza. Y mientras, el rey no pierde de vista sus reliquias, hasta el punto de cuando caía en la inconsciencia su hija solía gritar que nadie las tocase, para que su padre recobrase la conciencia ante el temor de que algún cortesano las cambiase de sitio
“Mandó poner a todos los lados de la cama y por las paredes de su dormitorio crucifijos e imágenes”, leemos en la crónica de Sigüenza. Entre esas imágenes estaban algunos cuadros de un pintor extraño, Hieronimus van Aeken, El Bosco.
¿Por qué ordenó Felipe II que trajeran a El Escorial cuantas obras de El Bosco fuera posible? ¿Qué razón tuvo para consumir sus últimas horas contemplando las aterradoras descripciones del infierno que plasmó en sus obras artista flamenco? Se dice que llegó a tener al menos nueve de ellas, entre las cuales estaban algunos de sus trabajos más representativos .Desde luego, existe el consenso de que la sí tuvo delante en el postrer instante de su existencia fue El Jardín de las Delicias, o al menos una copia de ella.
El Jardín de las Delicias es un famoso tríptico en cuya tabla izquierda aparece la creación de Adán y Eva. Él se muestra absolutamente desnudo, y ello ha llevado a algunos investigadores a plantear la posibilidad de que El Bosco pudiera haber estado vinculado a la corriente herética de los Adamitas. Se trató de una secta cuyo origen algunos fechan en el segundo siglo de nuestra era y que se mostraba a favor de la desnudez del cuerpo y de la práctica del sexo de forma absolutamente libre. Padres de la Iglesia como San Epifanio o San Agustín ya los mencionan.
Para esta secta, el matrimonio era cosa detestable y realizaban sus rituales completamente desnudos. Los hay que hermanan a este grupo con los gnósticos carpocratianos, que también tenían costumbres muy relajadas en lo que al sexo se refiere. Fueron perseguidos con saña, pues nada molesta tanto a la Iglesia como el cuerpo humano que el propio Dios creó, y además a su imagen y semejanza.
En cualquier caso, fuera El Bosco o no adamita, hablemos del resto de esa obra. En la tabla central hay sensualismo a raudales. Un lago repleto de mujeres desnudas es rodeado en romería por una multitud mientras las ilusiones del mundo se representan con sus pinceladas preciosistas.
Finalmente, a la derecha aguarda al infierno. Pero aparte de las torturas y los tormentos, Hieronimus ve en el fondo de su mente instrumentos musicales que sirven para dar escarnio a los pecadores.
¿Adamita? ¿Conocimientos secretos? ¿Quién inspiró a El Bosco? ¿Qué supo de él Felipe II que quiso cruzar al otro lado contemplando los mundos pintados en aquellas tablas?
Durante los 53 días de su agonía parece que el rey mostró terror a morir. Aquellos cuadros de El Bosco aludiendo al infierno, aquella sed suya de oraciones y lecturas…
Temiendo caer en un estado de inconsciencia del que ya no le fuera posible salir, el primer día de septiembre el monarca solicitó la extremaunción. Dice Sigüenza que “mandó a su confesor que le llevase el Manual, libro donde se administran los Santos Sacramentos, y le leyese todo lo que éste tocaba sin dejar letra”. Y para recibir el sacramento esmeró su higiene, de modo que le cortaron las uñas y le lavaron las manos.
Antes de recibir la extremaunción, se confesó. Después, ordenó que estuviera presente su hijo Felipe, “porque veáis en lo que paran las monarquías deste mundo”, le dijo al príncipe.
Aludiendo a su higiene, el sufrimiento físico del rey era atroz, pero aún lo hacía más cruel la imposibilidad de lavarse como a él tanto le gustaba. Felipe II había sido muy meticuloso en su higiene personal, pero ahora que su gloria estaba a punto de apagarse, también eso le fue vedado. Jean L’Hermite describe aquel terrible escenario de este modo:
“Sufría de incontinencia, lo cual, sin ninguna duda, constituía para él uno de los peores tormentos imaginables, teniendo en cuenta que era uno de los hombres más limpios, más ordenados y más pulcros que vio jamás el mundo…No toleraba una sola mancha en las paredes o suelos de sus habitaciones… El mal olor que emanaba de estas llagas era otra fuente de tormento, y ciertamente no la menor, dada su gran pulcritud y aseo”
Impedido, sin poder hacer sus necesidades sino en el propio lecho, se abrió un agujero en la misma cama para que de ese modo pudiera aliviarse. Todos los cronistas mencionan el olor insoportable en medio del cual el rey tuvo que vivir sus últimos días. Una agonía que vivieron los huesos y pellejos de todos aquellos santos mártires que hizo instalar ante su cama. Pero, por encima de todos, había un crucifijo.
Seis años antes, estando en Logroño, el rey ordenó a Juan Ruiz de Velasco que abriese un cajón del escritorio que llevaba consigo. Dentro del cajón había un pequeño crucifijo y unas velas de Nuestra Señora de Montserrat.
También conservaba el rey una disciplina bastante usada. Todas aquellas cosas habían sido de su padre, Carlos V, y le dijo al cortesano que recordara siempre dónde estaban, puesto que un día se las pediría cuando creyera que estaba próxima su muerte. Y ese momento, era evidente, había llegado ahora, de modo que mandó al mismo cortesano que abriera el mismo cajón.
Carlos V había muerto empuñando aquel crucifijo, y Felipe II tenía el mismo propósito. Mandó colgarlo dentro de las cortinas de la cama, “frontero con sus ojos”, a decir de Sigüenza, y pidió que tras su muerte el crucifijo regresase al mismo cajón de donde lo sacaron para que, cuando llegara el momento, también su hijo Felipe (III) lo pudiera tener junto a sí.
Y de este modo, armado de reliquias y de un crucifijo y rodeado de clérigos, Felipe II siguió dando instrucciones para su tránsito. Ordenó entonces hacer su ataúd, y además exigió que se lo trajesen allí mismo. También dispuso que se le fabricase una caja de plomo, y ordenó que una vez muerto lo metieran dentro de ella para evitar los malos olores de la putrefacción.
Cinco años antes, paseando cerca de Lisboa, el rey vio los restos de un barco varado en la arena. El viejo buque se había llamado Cinco llagas. Como si tuviese una premonición, Felipe comprendió que aquella madera debía servir para hacer su última morada. El propio Sigüenza reconoce en su crónica que desconoce el motivo por el cual el monarca tuvo aquella idea, pero lo cierto es que ordenó que se llevaran a El Escorial aquellos maderos, de los cuales también se hizo una cruz para la basílica del monasterio.
Con medio equipaje hecho, el rey aún se resiste a morir. Aguanta las acometidas de la Muerte hasta que el día 11 de septiembre se despide de los suyos. Les ordena perseverar en la fe y muestra su deseo de comulgar de nuevo. Tenía dicho a sus médicos que le informaran de cuándo había llegado su hora, y cuando éstos se lo hicieron saber, solicitó la presencia de confesores y clérigos, incluido el Arzobispo de Toledo, y hubo mucha plática y oración. Y a pesar de todo, dice Sigüenza, él pedía más y más oraciones y discursos.
Hora y media antes de expirar “tuvo un paroxismo tan grande que todos creyeron que había acabado”, de modo que comenzaron los lamentos y los llantos. Pero como en la mejor de las películas de terror, de pronto el supuesto muerto abrió los ojos y asió el viejo crucifijo de Carlos V con una fuerza enorme, ante la estupefacción, y tal vez un susto enorme, de todos los presentes.
Pasó una noche más en medio de inacabables oraciones y mil besos al crucifijo, repitiendo que “moría como católico”.
El alba del día 13 de septiembre, eran las cinco de la madrugada cuando, al fin, “con un pequeño movimiento, dando dos o tres boqueadas, salió aquella santa alma y se fue (…) a gozar del Reino del Soberano”, asegura el cronista Sigüenza. Un día como aquel, pero 14 años atrás, se había puesto la última piedra de la fábrica del monasterio de San Lorenzo de El Escorial, su fortaleza.
Compusieron el cuerpo según las instrucciones que el propio rey había dejado. Lo envolvieron en una sábana sobre camisa limpia que le pusieron a solas don Cristóbal de Mora y don Fernando de Toledo para que nadie viera el terrible estado en el que se encontraba su cuerpo. Esos dos cortesanos fueron los encargados de cumplir una última voluntad del soberano: ataron a su cuello un cordel del que colgaba una vulgar cruz de palo, que fue la única digamos joya que llevó consigo hacia el lugar del que no volvemoa.
Antes de cerrar el féretro, el futuro Felipe III quiso ver por última vez a su padre. Luego, gran número de caballeros sacó el ataúd de la minúscula alcoba real y se formó una comitiva que recorrió los pasillos escurialenses con el muerto a hombros. Se celebró misa, y finalmente lo enterraron.