La Monna Lisa, expuesta en el Louvre, mide 77 de alto por 53 de ancho. Metida en una vitrina encofrada y protegida por un doble vidrio antibalas. La serena efigie de Lisa Gherardini, esposa del adinerado comerciante florentino Francesco del Giocondo.
La palabra Monna es una contracción de Madonna o Mia Donna, que significa Mi Dama o Mi Señora. Es tan famosa, sin duda la pintura más famosa del mundo, debido a un cúmulo de circunstancias y la casualidad. Fue pintado por Leonardo entre 1503 y 1506 y lo retocó infinitas veces hasta su muerte. Sobre un fondo de paisaje vaporoso, con un río sinuoso, resalta la figura de Monna Lisa. A principios del siglo XVI, Leonardo dejó la corte de Milán y se puso al servicio de Francisco I. Da Vinci se llevó el cuadro a Francia y se estima que nunca estuvo en posesión de la familia Del Giocondo. Pasó a manos del rey francés Francisco I y está comprobado que la pintura permaneció en las colecciones reales francesas y que en el siglo XIX Napoleón Bonaparte la guardaba en las Tullerías.
En consecuencia, cuando esta pintura comienza a ser famosa, en el siglo XIX, se encontraba en París, gran centro europeo del arte en aquel momento. La Monna Lisa se encontraba en el lugar preciso y en el momento adecuado, pues respondía a las demandas artísticas del romanticismo.
El primero en ensalzarla fue el escritor Théophile Gautier. La figura no es de una santa, cuyos relatos ya están escritos, sino una desconocida. No está gorda, como las mujeres de Rubens, ni flaca como las de Cranach. Y pertenece al Renacimiento, la época del pasado menos religiosa y que sintoniza más con la cultura burguesa y laica del XIX.
Y después está la inescrutable sonrisa. Por ahí se cuela el misterio de la femme fatale que tanta aceptación tenía por la época. Giorgio Vasari no creía que esa sonrisa fuera tan misteriosa. Según consignó en sus Vidas (siglo XVI), la noble señora sonreía porque durante las sesiones de pose varios músicos y actores la entretenían.
Pero para convertirla en icono de la cultura de masas falta el robo de la obra, perpetrado en 1911, una historia rocambolesca. La robó un empleado del Louvre, un ebanista llamado Vincenzo Peruggia, alegando "patriotismo". Peruggia simplemente salió del Salon Carré de Louvre, donde estaba colgada, con la obra maestra escondida bajo su bata de trabajo. No porque le gustara especialmente, él prefería al Mantegna, pero sus grandes lienzos le hicieron optar al fin por la Monna Lisa. Fue un escándalo con connotaciones políticas, y que dio a conocer la obra, impresa en todas las portadas, como nunca antes. Durante dos años Peruggia guardó la obra en su casa, pero luego se la llevó a Florencia para venderla a un anticuario a cambio de una pequeña cantidad de dinero y allí le pillaron. De nuevo, gran repercusión. Y la obra se expuso por primera vez en Italia. Esa gira, junto con las posteriores de Estados Unidos y Japón en los sesenta y setenta, ya con el fenómeno del merchandising a pleno rendimiento, determinaron el ingreso del icono en la modernidad. Duchamp le pone bigotes para criticar a la alta cultura, lo mismo que Dalí, y Warhol la recrea una y otra vez.
Y no digamos cuando aparece en El Código Da Vinci en el momento que son conducidos Sophie y Langdon hacia él en su búsqueda de otra de las pistas que ha dejado Jacques Sauniére.